
Terminé mi relación de cinco años con Carlos, luego de descubrir que me engañaba desde siempre con su mejor amigo (sí, sólo anduvo conmigo para despistar a su conservadora familia). Meses después, mis amigas me sugirieron utilizar una de esas aplicaciones online para conseguir pareja.
Yo, la verdad, me rehusaba a tal cosa; no quería saber nada del sexo opuesto después de tan vil engaño. Me sentía la mujer más estúpida sobre la faz de la Tierra. Pero, a decir verdad, se me antojaba al menos un revolcón.
Así que descargué Tinder y me puse manos a la obra. Si deslizaba la foto del candidato hacia la derecha, significaba que me gustaba; hacia la izquierda, significaba “rechazado y sin retorno”. Después de unos minutos deslizando perfiles, logré unos match interesantes. Muchos de ellos me saludaron, enviándome mensajes instantáneos a través de la aplicación.
Había para todos los gustos: morenos, rubios, latinos, europeos; sin duda, una gran variedad. Pero me decidí por un inglés que en fotos se veía muy atractivo: cabello negro, barba poblada y bien cortada, cuerpo atlético e increíble porte que parecía sacado de una postal. Su nombre era John.
Chateamos durante horas. Ciertamente, me entusiasmaba la situación. Comenzamos poco a poco a contarnos detalles de nuestras vidas: hobbies, lugares de trabajo, estado civil, emojis, caritas, etcétera. La conexión fue casi instantánea.
Me pidió que le enviara una nota de voz. Deseaba escucharme. Así que, sin reparo, lo hice. Él hizo lo mismo y me derretí al escucharlo; su voz era gruesa, grave, parca. Tras una larga plática me quedé dormida.
Al día siguiente, lo primero que hice fue revisar mi teléfono. Y ya tenía un mensaje de John.
“Buenos días, preciosa. ¿Cómo amanece la mujer más hermosa de Chicago?”
“Ahora mejor, cuando te leo. Te respondo por WhatsApp”.
Intenté enviarle una nota de voz. Lo intenté una y otra y otra vez. Pero mis cuerdas vocales no eran capaces de emitir ningún sonido. ¡Estaba completamente muda! Por más que lo intentaba no podía pronunciar una maldita palabra. Sin embargo, le resté importancia al hecho. Atribuí mi afonía a un resfriado típico de invierno. Así que seguí concentrada en mi historia con John. Me pidió fotos y se las envié. De todas las formas: de cuerpo entero, en bikini, mi rostro.
Pasaron las semanas. Recuperé mi voz y cada conversación con John era más intensa. Yo parecía volar cuando hablaba con él y sentía que el sentimiento era correspondido. Era la impresión que me daba. Nos conocíamos bien… virtualmente, claro. Ambos queríamos esperar un poco para el encuentro presencial.
A medida que mi atracción hacia John crecía, de alguna manera mi cuerpo comenzó a cambiar. Comencé a perder peso: lo atribuí a mi nueva rutina de ejercicios. Mis ojos amanecían enrojecidos, con grandes y profundas ojeras. Mi piel se había vuelto seca, opaca. Parecía enferma, pero no presentaba síntomas agudos. Era todo muy raro.
Mi aspecto empeoraba cada día. Pero John había puesto una fecha para nuestro encuentro, así que compré el mejor maquillaje que encontré para darle algo de vida a mi rostro. Estaba muy nerviosa. Habían pasado dos meses desde que comenzamos a escribirnos. No cabía de la emoción. Finalmente conocería a mi amor.
A duras penas, recreé la mejor versión de mí misma esa tarde, a base de mascarillas de aloe y pepino, ungüentos naturistas, así como un excelente trabajo de mi peluquera y maquilladora. Compré unos jeans y una blusa que realzaban mi figura. Sin embargo, estaba lejos, muy lejos de estar en mi mejor forma. Debajo del maquillaje mi rostro parecía un despojo. Mis músculos estaban cada vez más fláccidos, pese a la exigente rutina del gimnasio. Unas leves estrías que semanas atrás se asomaban en mi vientre se habían transformado en correosos abultamientos. Y tenía que aplicarme colirios refrescantes cada hora, para que mis córneas no se inyectaran en sangre.
John y yo nos veríamos en el Navy Pier. Estábamos en otoño, así que llevaba una chaqueta y una bufanda. Estaba bien abrigada para evitar la intensidad del frío.
Llegué al lugar y ahí estaba él, aún más guapo que en la foto. No podía creer que él fuera para mí. Me sentía tan afortunada, sobre todo después de lo sucedido con Carlos. John había venido a rescatarme. Apenas me vio, esbozó una sutil sonrisa y corrió para abrazarme.
Nos mantuvimos unidos, piel contra piel, durante largo rato. Aquellos minutos de feliz intimidad parecieron durar una eternidad. Sentía cosquillas en mi vientre y un calor intenso en mis pechos. Primero me besó con dulzura, luego con pasión, después con lujuria y finalmente con desesperación. Nos besamos hasta que mis labios estaban hinchados y sin un ápice de pintura. Nos besamos hasta el sol de Chicago desapareció en medio del ventoso atardecer.
Eran los mejores besos que me habían dado en la vida. John me tenía totalmente subyugada.
—Quiero estar a solas contigo —me propuso él.
—Me da… vergüenza —le dije con sinceridad. Pero mi timidez no se debía a una falta de apetito sexual. Al contrario, mi libido estaba por las nubes. Pero el aspecto de mi cuerpo me tenía sumamente acomplejada, inhibida.
—No me importa lo que pienses de tu cuerpo —dijo, como si leyera mi mente—. Lo que me importa es tu ser. Quiero lo mejor de ti… Te amo. ¡Quiero tu alma!
Yo me sentí tan conmovida por sus palabras que le dije que sí. A pesar de la gran vergüenza que me causaba mi deterioro físico.
Me llevó a un motel de las afueras, en Sunderland, cerca del Soldier Field. En la habitación, mis labios no podían despegarse de los suyos. Lentamente, fue desnudándome, quitándome cada prenda con seductora calma, con tentadora paciencia. Besó cada centímetro de mi cuerpo y no le importó mi enfermiza flaccidez, mis estrías, mis escaras, mi celulitis y las horrendas verrugas que habían brotado en mis partes íntimas durante los últimos días. John me besó con infinita dulzura… y me fui quedando pasmada, estupefacta… al ver que mi enamorado comenzaba, literalmente a comerme a besos, a devorarme con sus dientes que se habían vuelto letalmente afilados, mortalmente puntiagudos.
Tardó un par de horas en roer mi anatomía y dejar mis huesos completamente blancos. Y ni siquiera tuve el consuelo de estar inconsciente en medio de esa carnicería. No tuve la paz de evadir mi agonía y de morir sin dolor.
—De tu cuerpo sólo quedan restos dispersos —me anunció John con un tono satánico—. Tu carne ha sido consumida. Y tu alma, la fuente de tu vida… me pertenecerá por el resto de la eternidad. Y todo esto es justo castigo por los pecados que has cometido. Ciertamente, Carlos te engañó por el conservadurismo familiar. Pero él nunca fue promiscuo como tú. Aparte de ti, él tenía un solo amor. Pero tú lo engañaste con tantos y tantos hombres… y a los que tuviste antes de Carlos, le diste el mismo trato ninfomaníaco e infiel. Sufre tu karma, perra. Espero que ahora sepas lo que es el dolor…
John no era un simple ser humano. Era Mefistófeles, un sórdido sirviente de Satanás encargado de capturar a almas desalmadas como la mía. Y me llevó con él, al Segundo Círculo del Infierno, donde sufro sus crueles e intensas torturas día tras día.
